martes, 30 de junio de 2009



Hace poco vi en una página de facebook que el epitafio de Molière era el siguiente:

"Aquí yace Molière, rey de los actores, en estos momentos hace de muerto y, en verdad, que lo hace muy bien".


Nunca antes había visto ninguna referencia a ese epitafio, en ninguna página web, blog, ni en ningún libro, así que imagino que será un bulo simpático, como aquel de la tumba de Groucho con el famoso "Perdone señora que no me levante" y que en realidad no existe como inscripción en la tumba del hermano Marx. Ya sé que una página de facebook no es (ni tiene que ser) lo más fiable del mundo, pero hay que reconocer que estas cosas ilusionan; parece demostrar que el ingenio humano es más fuerte que la muerte, y aguantamos mejor el hecho que nuestros cómicos favoritos puedan dejar de respirar antes que dejar de hacernos reir.

En realidad la muerte de Molière fue bastante trágica, también su entierro. Mucha gente conoce la leyenda de Molière muriendo encima del escenario vestido de amarillo (que no era extraño porque era el color que solía llevar en todas las representaciones) en medio del Enfermo imaginario. En realidad, parece ser que no murió exactamente en escena, pero allí empezó a ponerse gravemente enfermo. Según se dice, el público pensó que era parte de la caracterización y se asombraba "de lo realista que estaban siendo las toses, el color y los gestos del último acto". Al terminar la obra lo llevaron a casa y el actor y dramaturgo pudo morir en su cama.

Lo que viene después de esto lo saco del prólogo que Carlos R. Lampierre escribió para el Don Juan y el Tartufo de la editorial Alianza, pues él lo explica mucho mejor que lo podría hacer yo.

"El cura de su parroquia le niega sepultura cristiana a aquel cómico excomulgado y el arzobispo de París se toma tres días para autorizar un entierro sin latines, sin ceremonias, sin honores, en el cementerio de San José de la calle Montmatre.

Pero el que peor lo trata es el obispo de Meaux. He aquí su oración funebre, que no hubiera sido más severa si se tratase de Lutero o Calvino: "La posteridad conocerá el fin de este poeta y comediante que, mientras representaba su Enfermo Imaginario, recibió el último ataque de la enfermedad de la que murió, pasando de las bromas del teatro, entre las que exhaló su último suspiro, al tribunal del que ha dicho: ¡Ay de los que ríen, porque ellos lloraran!"

Uno necesita un chiste para contrarrestar esas duras palabras.

Si no fuera, claro, porque sabemos que el obispo de Meaux no había calculado que lo que Molière dejaba era mucho más que lo que se llevaba. El Tartufo, que tanto molestó a la Iglesia de su tiempo sigue siendo publicado y escenificado, su autor, sigue haciéndonos reir y entendemos demasiado bien de los vicios de los que se burla porque los encontramos próximos y humanos, se puede leer y ver a Molière sin llenarse de olor a naftalina, su risa será más poderosa porque estará ahí y quedará para el que quiera acercarse a ella...

Y eso es mucho mejor que un simple golpe de efecto.

2 comentarios:

  1. Que bajonaso de entrada madre mía. Ya podiamos rendirle más culto a los humoristas, y darle más por culo a los obispos y esa gente (que es lo que les gusta).

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  2. Me has recordado una cosa que le pasó a Groucho una vez.
    Resulta que un cura se le acerca a Groucho y le dice:
    -Señor Marx, gracias por toda la alegría que le da al mundo.
    A lo que Groucho respondió:
    -¿Sí? Gracias a ustedes por toda la que le quitan.
    :O)

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